¿Estoy loca?

Tengo miedos que arrastro desde la infancia: que se me suba una cucaracha, perder a mi familia y que me encierren en un centro psiquiátrico. Hasta hace poco me desprendí de ese último.

No estoy segura de cómo surgió. Puede ser culpa de la televisión: finales de telenovelas y caricaturas con personajes atrapados por camisas de fuerza y almohadas blancas, donde solo podían gritar y rebotar contra las paredes. Como un Game Over, pero peor, porque tendrían que seguir viviendo sin la opción de reiniciar la jugada (un softlock, manteniendo el lenguaje de los videojuegos).

Es improbable que me identificara con las exageradas antagonistas de las novelas. En las caricaturas, las víctimas eran personajes que se quebraban ante situaciones extremas. Entonces, ¿por qué pensaba que me podía pasar?

Mi miedo evolucionaba mientras más descubría al mundo y sus injusticias. Me preguntaba cuál de todas las reglas sociales tenía como castigo ser internada. Lloraba frustrada… y luego más porque odiaba ser tan sensible.

Sigo jugando en el límite entre sentirme perteneciente e inadaptada. Cuando pienso en mi adolescencia, cuestiono si me merecía el bullying. Sé que fui imprudente y no me esforcé lo suficiente por encajar; pero quisiera abrazar a esa niña y convencerla de que las cosas mejorarían en unos años. Honestamente, pienso que no quedaría muy satisfecha con mi vida actual y sus estándares adolescentes del deber ser.

Dijo una especialista que “el mundo llega a ser muy abrumador” para mí. Tiene sentido: me molestan las aglomeraciones, ciertos ruidos, no entender lo que pasa y tener poco tiempo de soledad. Algunos TikToks dirían que estoy en el espectro autista, pero no me convencen, el uso del lenguaje es de mis mayores habilidades y disfruto mucho de la convivencia con otras personas.

Tengo un trastorno de ansiedad que le cobró factura a mi cuerpo con un dolor de cabeza permanente. Trastornada, pero funcional. Mi curiosidad y creatividad están tan vivas como siempre, me emociona resolver problemas, estoy conectada con mis sentidos, disfruto de experiencias nuevas y me gusta dirigir proyectos. No me identifico con el estereotipo de ansiosa: paralizada de miedo y con ataques de pánico constantes (ni siquiera he vivido uno).

A partir de esto, descubrí que varias personas cercanas están enfrentando traumas, trastornos y migrañas. Puede ser un tema de visibilidad, cada vez sentimos más libertad de hablar de nuestra salud mental. También puede ser un reflejo del mundo en el que nos tocó vivir y el fácil acceso a las noticias.

Quiero sacar algo bueno de estos meses difíciles. De aquí mi inspiración a explorar el tema de la locura con siete preguntas.

Parte 1: ¿Está bien no estar bien?

Vi una serie coreana titulada “Está bien no estar bien”. Es una historia de amor, como la mayoría de las que nos llegan por Netflix, con la novedad de explorar problemas de salud mental. Una autora de libros infantiles oscuros, que tiene transtorno antisocial de la personalidad, se enamora de un enfermero con baja autoestima y miedo a las relaciones. El enfermero cuida a su propio hermano con trastorno del espectro autista.

Spoiler: al final, después de varios problemas dignos de telenovela, los personajes construyen vínculos fuertes y enfrentan algunos de sus demonios. Viven más felices, pero no es un cuento de hadas: aunque el amor sana, no resuelve todo. Después de los créditos, la protagonista seguirá con sus impulsos egoístas, el enfermero con sus inseguridades, el hermano con sus episodios de crisis y yo con mis pensamientos intrusivos.

Me pasa que cuando estoy disfrutando de un instante: el viento, la conversación, la música… una voz interior me invade por sorpresa. “No te mereces esto”, “estás ignorando algo importante que tendrá consecuencias”, “¿y si te caes por las escaleras?”, “¿no estarías mejor sin estar?”. Me recuerdo que no tengo control sobre ese primer pensamiento, pero sí sobre los siguientes. Es muy tentador darles cuerda.

¿Cómo identificar cuándo estoy lo suficientemente mal como para necesitar ayuda profesional? La autoconciencia es difícil de desarrollar. He caído varias veces en el vicio de buscar diagnósticos, ahora que el interés por la salud mental está más vivo que nunca y hay tanta información (y desinformación) en línea. Encuentro trastornos con los que me identifico y luego descarto al profundizar en ellos.

Aprendí que, en cuanto a personalidades, la normalidad no existe. Una cualidad o vicio se convierten en transtorno solo si son un fuerte obstáculo de vida. Está bien no estar bien, a veces. Las emociones negativas son naturales e importantes. Eso no evita que exista espacio para mejorar.

Parte 2: ¿Soy de cristal?

Sí. Confieso que detesto el término “generación de cristal”. Me molesta porque es tribalista, es decir, nos divide en unos contra otros. Rechaza la vulnerabilidad. Entiendo de dónde viene: la frustración de gente mayor por comprender a más jóvenes con una perspectiva de vida distinta.

Sé que no soy un buen ejemplo para retar este concepto. Tengo menos resiliencia de lo que quisiera, pero esa cualidad mía no puede aplicarse a la mayoría. Mi sensibilidad me hace evitar deportes, conciertos y festivales que a la mayoría mi generación les encantan. Conozco personas de mi edad que han superado situaciones muy adversas y siguen encontrando el lado positivo de la vida.

Es fácil idealizar realidades alternas, ¿cómo seríamos con algunos ajustes en nuestra personalidad y pasado? Al ser más “normal”, reducir mi sensibilidad y obsesión por darle significado a todo, tal vez viviría más tranquila. Pero eso me haría otra persona que no puedo entender a través de mis ojos.

Pienso que las historias de mis ancestros hubieran sido más felices, o al menos menos dramáticas, con la guía de un buen profesional de la salud mental. La terapia me ha ayudado mucho a crecer: me siento más libre y capaz al navegar con conocimiento de mis fortalezas y debilidades. Sé que algunos de ellos rompieron con cadenas viciosas, mientras otros hicieron lo mejor que pudieron con sus herramientas y limitaciones.

Tengo muchos privilegios que me permitieron florecer sin quebrarme y estoy muy agradecida por eso. Uno de ellos, también con sus desventajas, es ser mujer.

Parte 3: ¿Las mujeres estamos más locas?

Uno de mis primeros pseudónimos de Internet tenía la palabra “crazy”. Creo que estaba de moda la canción de Britney Spears (antes de que la mayoría la considerara realmente enferma). Era una rebeldía común de las adolescentes que nos sentíamos diferentes. Las Harleys Quinn y Merlinas Addams que inspiran tantos memes. Mi ídolo era Luna Lovegood.

Como mujer en una sociedad machista, tengo mayor libertad de expresar mis emociones. Tal vez es este permiso de vulnerabilidad el que nos tacha de locas. Las fans de grupos musicales que hacen filas por horas para comprar un boleto están locas, pero no los hombres que se pelean a golpes con desconocidos en estadios.

“Garantizo que cada mujer ha pensado que se está volviendo loca al menos una vez en su vida. Es un gran truco para que las mujeres duden de sus propias experiencias” (Anna Bogutskaya, Unlikeable female characters). Hay un término para esto, gaslighting. Mi peor momento fue en uno de los últimos semestres de carrera, con el tendón lastimado por tanto tiempo en la computadora, pocas horas de sueño, mucho estrés y paranoia. Me recetaron un valium y estuve un par de días como zombie. Fue un punto bajo para buscar mejores maneras de lidiar con la ansiedad.

La histeria comenzó como una enfermedad exclusiva para las mujeres, considerándonos en el siglo XIX como incapaces de manejar el estrés de manera saludable. Síntomas sin explicación lógica para ese entonces, desde ataques epilépticos hasta decisiones anormales de estilo de vida, se unían en un mismo paquete.

Pienso en la gráfica que hizo Barney Stinson en un episodio de How I Met Your Mother, en la que comparaba el atractivo de una mujer con su nivel de locura. Una mujer solo era valiosa si su atractivo superaba su inestabilidad mental. La mayoría de las “locas” interesantes para los medios son sexys, bonitas y blancas. ¿Necesito enfocarme más en mi belleza para justificar mi forma de ser?

Tal vez solo necesite esconder y evitar los detonantes de una situación incómoda.

Parte 4: ¿Es cuestión de presionar el botón equivocado?

Un amigo del pasado me contó que tenía un defecto en el cerebro: en cualquier momento podría hacer corto circuito y dejarlo cuadrapléjico. Una bomba que iba a explotar, pero no sabía cuándo. Exponer su vida con actividades de alto riesgo le daba un sentido artificial de control, aunque no fue lo mejor para su estabilidad mental.

Desde que tengo memoria, estaba consciente que mi papá vivía algo similar. Su corazón podía fallar y desaparecer de nuestras vidas. Esa idea no me quitaba el sueño, pero pensaba en ella cuando tenía ganas de provocarme el llanto. Me pregunto si eso me causó tanto apego por la sensación de control. No le tenía miedo a mi propia muerte, ni a la de mi papá, sino a otros infiernos en vida.

Así como en las caricaturas, me aterrorizaba la idea de alcanzar un punto de quiebre. Un día podía pasarme algo que me transformaría en una bestia, poseída o histérica, esclava de mi cuerpo, y tendría que ser encerrada. ¿Mi cerebro tenía ese defecto?

Tener una enfermedad sin nombre provocó que cuestionara mis sentidos. Muchas cosas causan dolor de cabeza: alergias, estrés, dormir mal, malas posturas, hormonas, otras enfermedades… Primero pensé que sería algo que desaparecería con el tiempo. Luego lo vi como un castigo por no relajarme lo suficiente. Pasé por muchos especialistas y tratamientos. Perdí y recuperé la esperanza de que tuviera remedio.

Sigo con dolor, pero cada vez menos. Espero ver el máximo efecto al finalizar el año. Quiero continuar en la búsqueda de mejores formas de vivir sin perder mi esencia.

Parte 5: ¿Las personas creativas son inestables?

La mayoría de los artistas famosos tuvieron vidas tormentosas. La historia se repite en documentales y páginas de noticias: no pueden mantener relaciones estables, se hunden en adicciones y patrones autodestructivos. Mi mamá me cuenta que en su etapa más creativa, cuando inventó la mayoría de los cuentos de nuestra infancia y escribió otros más, tenía presión alta sin diagnosticar.

Mi primera parada con una psicóloga fue por disociar. Dentro de mí había un universo mágico más tentador a explorar que las lecciones escolares repetitivas. Si me aburría, ese mundo estaba a un pensamiento de distancia. Después de varios estudios, surgió la teoría de estrés postraumático, pero nunca encontramos el porqué.

Imaginar sigue siendo de mis actividades favoritas. En mis mejores momentos, resulta en historias, artículos o dibujos; en los peores, en situaciones hipotéticas obsesivas que atacan mi autoestima o alimentan mis miedos.

Trato de procesar momentos traumáticos separándolos de mis emociones, formando narrativas en las que puedo justificar a las personas que me hicieron daño. Mis experativas de madurar eran deshacerme de todas esas emociones que nublaban mi visión. Con el tiempo fui desarrollando mi inteligencia emocional y dejé de verlas como un estorbo.

Reconozco que mi creatividad se debe a mi cerebro anormal y a la educación que recibí para crear con él.

Parte 6: ¿Por qué tanto miedo a los psiquiátricos?

Los hospitales perdieron su lado terrorífico cuando mi forma de verlos cambió: pasó de ser un castigo o una trampa a un espacio donde se busca que los pacientes salgan mejor a como ingresan. A veces necesitamos sentir más dolor antes de sanar.

En realidad, es muy difícil e improbable que me internen en un centro psiquiátrico de manera permanente. Según investigué en Internet, podría ser por psicosis, comportamientos destructivos o autodestructivos. Si en algún momento lo necesito, espero ser dada de alta en un estado más saludable. 

Mariángela Urbina relata en su novela la historia de cuando se internó de manera voluntaria en un hospital psiquiátrico porque tenía ganas de morirse. En su par de semanas ahí, conoce a pacientes con distintos niveles de gravedad y puede identificarse con todos. Se da cuenta que no son como los ponen en las películas. Mi parte favorita es su conversación con una enfermera:

“–Oye, tú no te ves tan malita, seguro eres profesional. ¿Qué te pasó?

–Nada, problemas –respondí.

–Todos tenemos problemas, la diferencia está en la manera en la que los asumimos. Si no, todos estaríamos en un psiquiátrico.

–¿Ah, sí? […] ¿Y entonces usted por qué está aquí?

–Estoy aquí porque es mi trabajo, es diferente.

Por lo menos yo llegué aquí porque quise. Ella, porque le toca y está lejos de ser una persona feliz.”

(Mariángela Urbina, Mi Navidad en un psiquiátrico)

Al final, me di cuenta que ese miedo se relacionaba con mi obsesión con perder el control o libertad. Me imaginaba los psiquiátricos como un escenario en el que tendría que vivir sin posibilidades de hacer mi voluntad. También me daba miedo que mi cerebro no fuera funcional; en otras palabras, ser una inútil. Me recuerdo que no es mi productividad la que me hace valiosa.

Entonces… ¿Estoy loca?

Hay muchas respuestas para esa pregunta. Si se refiere a la inhabilidad de usar la razón, definitivamente no. Si es un estado emocional alterado, sí, a veces. Si significa fuera de lo común, claro que sí, pero tampoco tanto como para ser incapaz de identificarme con los demás.


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