Pensé que solo era yo (pero no): ¿cómo nos limita la vergüenza?

Nuestros miedos son como los fantasmas de Pacman: aunque te armes de poder y los enfrentes, más tarde volverán a acosarte como si nada. Veo a Inky, Blinky, Pinky y Clyde y trato de relacionarlos con mi vida. Clyde, el que te toma por sorpresa, debe representar a las cucarachas. Blinky, el más agresivo y directo, es la vergüenza.

Y hablando de fantasmas, mi personaje favorito de Mario es Boo: redondo, penoso, persistente y con la habilidad de ser invisible. Por eso lo elegí como protagonista de mi portada ilustrada.

Fuera de mis círculos de confianza, fui una niña muy penosa. Pienso en momentos provocados por mi vergüenza que la multiplicaban: cómo mi voz se quebraba al hablar por teléfono, mis ojos húmedos cada vez que tenía que exponer, llorar cuando me elegían hasta el final en equipos deportivos. Me daba mucho coraje ser tan débil y no tener control de la manifestación física de mis emociones.

Todo se volvió más fácil con la práctica directa y habilidades que adquirí con el tiempo sin darme cuenta. Hablo por teléfono sin dificultad (aunque, como muchos de los que crecimos con celulares, prefiero escribir mensajes). Soy capaz de hablar con seguridad en grupos grandes, aún cuando mi corazón se sigue acelerando. Manejo mejor los rechazos, pero dejé de lado los deportes, prefiero convivir en videojuegos y juegos de mesa.

Mi yo de hace cinco años, con otras percepciones de autocontrol, se sentiría avergonzada de leer libros de autoayuda. Es difícil y peligroso dar consejos universales, por eso prefiero la terapia. Hace un año, una amiga me introdujo a la obra de Brené Brown, investigadora de la vergüenza, y me volví su fan.

Recién terminé su libro “Pensé que solo era yo (pero no)” y quiero que algunas de sus ideas lleguen a más personas en mi vida, así que se las comparto por aquí.

¿Qué es la vergüenza?

“La vergüenza es el sentimiento intensamente doloroso de creer que somos defectuosas e incapaces de aceptación o pertenencia.”

Brené Brown

Existen palabras similares que intercambiamos como sinónimos:

  • Culpa es sentirte mal por algo que hiciste. Acciones de las que te arrepientes, pueden ser accidentales o que no van con tus valores.
  • Humillación es cuando recibes una etiqueta con la que no estás de acuerdo (por ejemplo, “eres un idiota”). Una niña humillada probablemente se moleste y le cuente a su persona de confianza.
  • Vergüenza es considerarte mala persona, tan mala que no mereces atención ni afecto. En su extremo, quisieras desaparecer.

A diferencia de la culpa, que puede ayudarnos a tomar mejores decisiones en el futuro o impulsarnos a reparar daños, no podemos cambiar y crecer cuando estamos en vergüenza. Tratamos de usarla con esa intención, pero tampoco sirve para modificar la forma de ser de otros.

Expectativas inalcanzables

Cerca del Día Internacional de la Mujer 2020, se puso de moda un video que criticaba las exigencias contradictorias hacia las mujeres. La sociedad nos presiona a buscar el éxito en todos los ámbitos. Quisiéramos montar nuestras vidas como una película, solo con nuestras mejores tomas. Pero, si nuestra meta es la perfección, tenemos asegurado el fracaso y con este más vergüenza.

Como muestra el video, muchas de las expectativas son contradictorias. La que me parece más interesante es la relación con el poder: siendo poderosa te odian, impotente eres desechable. ¿Cómo podemos ser auténticas con esta presión?

En este libro, Brené enfocó su investigación a las mujeres; sin embargo, al final tiene un capítulo dedicado a los hombres (del que hablaré más adelante) y pienso que muchas de estas cuestiones también los afectan. Clasificó la vergüenza de las entrevistadas en once categorías. Aunque están entretejidas entre ellas, las agrupé en tres: corporales, familiares y comunitarias.

A la defensiva

Algunas de mis peores enfermedades surgieron después de puntos emocionales muy bajos en los que hubiera preferido desaparecer. La vergüenza nos come por dentro. Sentirte condenada al aislamiento, sin posibilidad de cambiar las cosas, puede llevarte a una desesperación en la que inhibes tus valores o agredes a seres queridos.

Cuando enfrentamos una situación vergonzosa, podemos:

  1. Interiorizar, escondernos y guardar secretos. Nos apagamos y vivimos silenciosamente con el dolor.
  2. Avanzar, buscar complacer a las personas involucradas. En nuestra frustración, aceptamos la definición de alguien más acerca de cómo nos sentimos.
  3. Ir en contra, tratar de ganar poder sobre otros con agresividad y culpando. Avergonzamos a otros como pastilla para saciar el enojo o sentirnos menos juzgadas.

Dependiendo de la situación individual, tomamos una de las tres opciones. Me relaciono más con quedarme callada, pero también he tratado de encajar siendo extra amable o agresiva, descargando mis sentimientos con alguien sin relación al problema.

Nuestra vergüenza nos motiva a crear divisiones, dividir entre “nosotros” y “los demás”. No queremos identificarnos con personas que sufren y, bajo nuestra percepción, se lo merecen. Algunas de las aproximaciones actuales a la diversidad corren el peligro de promover la categorización.

Si reaccionamos a una situación vergonzosa con enojo, podemos provocar retracción (que la otra persona deje de hablar o se vaya) o un antagonismo que escala: un juego de va y viene de acusaciones. Ninguno de los escenarios es positivo para la relación.

A veces participamos en bullying escolar o alimentando chismes por necesidad de pertenecer. Cuando nos damos cuenta que no estamos siendo compasivas, chismear puede provocar vergüenza o culpa; dependiendo de por qué lo hacemos, qué estamos diciendo y cómo nos sentimos. Antes de seguir el juego, pensemos: ¿cuánto sabemos acerca de una situación?

Alguien con un estilo emocional que tiende a la vergüenza tiene un alto riesgo de desarrollar una adicción. Se vuelve un ciclo en el que, para disminuir el dolor e incomodidad de sentirnos inauténticos, abusamos de sustancias como la comida, alcohol, drogas, sexo y relaciones. Luego sentimos más vergüenza por la adicción en sí.

¿Qué podemos hacer al respecto?

Así como el sufrimiento (y los fantasmas de Pacman), la vergüenza siempre estará rondando por nuestras vidas. Pero no todo está perdido, es posible desarrollar resistencia con algunas prácticas. Brené enlista cuatro:

  1. Reconocer nuestra vergüenza y detonantes. Además de definirla, saber en qué situaciones y con quiénes aparece.
  2. Desarrollar conciencia crítica. Saber por qué tu vergüenza existe, cómo funciona, cómo la sociedad fue implantada por ella y quién se beneficia de ello.
  3. Saber a quién acudir. El antónimo de vergüenza es empatía. Si compartimos nuestras ideas con las personas adecuadas, podemos reírnos al identificar la experiencia compartida. Nos conectamos y sentimos más tranquilas. 
  4. Hablar de ella. Nos permite descubrir que las experiencias que nos hacen sentir más solos son universales. Todos vivimos batallas silenciosas contra no ser, tener o pertenecer lo suficiente.

Cuando desconocemos nuestras vulnerabilidades, caemos en métodos inefectivos para protegernos del dolor causado por la vergüenza. No podemos cortar todas nuestras fuentes, pero es más fácil lidiar con ellas y construir mecanismos saludables.

Un ejemplo de conciencia crítica sobre la edad: reflexionamos que a las mujeres se nos valora menos entre más crecemos por el estándar imposible de mantenernos jóvenes y por dar prioridad a nuestra capacidad reproductiva. Es un mensaje vigente porque alimenta una industria multimillonaria de belleza. Si tenemos esto claro, nos sentimos más tranquilas que en una nube de complejos.

Al buscar personas de confianza para compartir nuestras experiencias, podemos identificar caminos de cambio y sentirnos menos solas en nuestros problemas. Mientras hablamos, ordenamos nuestros pensamientos y es más fácil pedir lo que necesitamos (otra tarea difícil).

Cuando alguien tiene el valor de compartirnos sus esperanzas, nos da la valiosa oportunidad de practicar compasión y conexión. A veces, significa escuchar su historia; en otras ocasiones es sentarse con ella en su miedo por no estar lista para compartir. 

Brené tiene una regla con su familia: nadie puede poner ni ponerse apodos, sean positivos o negativos. No porque hagas un desastre eres un desastre. Un acontecimiento traumático que vivimos no tiene que definirnos. Sé que es algo difícil de asimilar en nuestra cultura latina llena de ellos y no estoy segura de querer abandonarlos, pero me puso a pensar: ¿qué tanto se definió mi personalidad con los apodos que acepté y recibí con frecuencia?

Espiritualidad y vergüenza

Crecí en una familia católica, yendo todos los domingos a misa con niños: con obras cortas de teatro para representar la palabra y canciones alegres que seguíamos con ademanes. Entrando a mi adolescencia, un compañero se burló de lo infantil que eran todos esos rituales. Desde entonces, aun cuando disfrutaba cantar, me volví seria en misa. Me llama la atención que ni siquiera me caía bien o interesaba quien lo dijo.

Pero mi mayor quiebre con la religión ha sido porque se usa como arma para dividir y avergonzar. Las mujeres que relacionan la espiritualidad con la vergüenza hablan más de iglesia y religión; mientras que quienes la manejan como fuente de resiliencia mencionan la fé, espiritualidad y creencias.

Aunque parece a primera vista que esto tiene que ver con lo individual y grupos organizados, no es así. Así como en un concierto, podemos sentir conexión cantando o celebrando en conjunto. La religión es capaz de ayudarnos a encontrar personas que comparten nuestros valores y convertirse en amistades sólidas.

Más de la mitad de las mujeres que sentían una profunda vergüenza relacionada con la religión (de las entrevistadas por Brené) desarrollaron resiliencia trazando nuevos caminos espirituales. Su vergüenza venía de reglas terrenales hechas por el hombre, así como regulaciones y expectativas sociales.

Autenticidad y pertenencia

“Si quieren marcar la diferencia, la próxima vez que vean a alguien siendo cruel con otro ser humano, tómenlo personal. ¡Tómenlo personal porque es personal!”

Mavis Leno

En días donde los medios usan la división y odio para atraer clics, es más valioso que nunca ser compasivos. Me da gusto que las generaciones más jóvenes digan abiertamente lo que piensan y se manifiesten en contra de lo que no están de acuerdo. Sin embargo, corremos con el peligro de caer en la separación, como los escándalos derivados de las “cancelaciones”.

Mientras nos consuela reconocer que no estamos solas en nuestras batallas, el remedio a la vergüenza es sentirnos auténticas: sinceras, espontáneas, abiertas y genuinas. Para identificar nuestras fortalezas podemos examinar la relación entre nuestras fuerzas y limitaciones.

Será imposible alcanzar la libertad e igualdad hasta que se nos permita a hombres y mujeres ser quiénes somos en lugar de lo que debemos ser.

Vergüenza en los hombres

Para Brené, fue más complicado investigar a los hombres por el estereotipo de no hablar de sus sentimientos. Ellos enfrentan la presión de mostrar fuerza, poder, éxito, control, capacidad y no tener miedo. Su mayor vergüenza es fallar, ya sea en el trabajo, practicando deportes, en la cama, con el dinero o su familia. Sufren por estar equivocados, no por equivocarse.

Mientras las mujeres enfrentan la labor de balancear, negociar y alcanzar expectativas imposibles o en conflicto, los hombres se asfixian bajo la presión también inalcanzable de aparentar fuerza, poder y no tener miedo. Pienso que es algo que también ha mejorado con las generaciones.

Cierre

Este libro me hizo recordar días de adolescente en los que prefería ser invisible a exponerme a más burlas. Quienes me conocieron en la escuela, seguro me definen como una persona muy callada. Aunque tengo la pena más controlada, la inseguridad provocada por el perfeccionismo me sigue atacando con frecuencia.

Es un alivio reconocer que la sociedad nos exige más de lo que somos capaces y no soy las única que sufre por eso. Explorar de dónde viene lo que nos hace sentir mal, identificar cómo reaccionamos y hablarlo con personas de confianza puede ayudarnos a que la herida cada vez sea menor.

Como dice el poema de Anisa Nandaula, nuestras vidas son el papel de un libro en proceso permanente, en el que nuestras acciones son la pluma. Somos capaces de elegir crear la Historia, no ser su creación.


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